jueves, 6 de junio de 2013

Khayelitsha

En el 2012 hice un viaje muy diferente a los viajes que había hecho en el pasado. Diferente porque no fue tan sólo un viaje de vacaciones, sino que fue también un viaje de trabajo voluntario. Ibamos con el propósito de ayudar en diferentes áreas de la educación de jóvenes de edad escolar, especialmente a los que viven en los barrios pobres, o como los llaman allá "Townships", de la Ciudad del Cabo en Sudáfrica. Algunas de las actividades programadas durante nuestra estadía tenían como propósito brindar estrategias para la creación o sustento de empresas pequeñas, orientación sobre temas sociales y de autoestima, y también educación sobre prevención del SIDA y otras enfermedades de transmisión sexual; siendo este último el tema que debía exponer junto con el grupo al que me asignaron. Llevábamos diversos materiales informativos y panfletos, y también preparamos dinámicas y charlas de los diferentes temas con el fin de facilitarlas a aquellos jóvenes.

Daba la impresión que todo estaba listo menos yo. La tarea no me parecía nada sencilla, y estaba tan asustada de ir. No tenía miedo a que me pasara algo, el miedo que yo sentía era el de no ser apta para educar a otros, y mucho menos a jóvenes, en ese tema tan escabroso que es el SIDA y las enfermedades de transmisión sexual. En mi mente se enumeraban diferentes excusas y peros: yo no soy educadora, no soy enfermera, ni trabajadora social, no tengo experiencia, ni entrenamiento sobre el tema... etc, etc. ¿Qué podía hacer yo para ayudar a esos jóvenes? No saben quién soy, ¿por qué deberían escucharme? ¿Realmente me atreveré a hablarles? La lista no paraba y mis miedos comenzaban a exteriorizarse en mis comentarios y actitud mientras hacíamos los preparativos. Ya ni siquiera me disfrutaba la emoción que a menudo siento antes de un viaje. Estaba demasiado nerviosa.

Aún así, temerosa como estaba, decidí que ninguno de mis argumentos eran válidos, y que esto debía planteármelo como un reto. Un reto personal en contra de mi timidez, en contra de ese miedo a sentirme expuesta, miedo a cometer errores. Esa era mi oportunidad de vencer mis propios temores y hacer algo por los demás. Poner mi granito de arena. Sudáfrica me estaba esperando y yo tenía que presentarme.


El viaje de Nueva York a la Ciudad del Cabo fue largo, como era de esperarse. Hicimos una parada en Amsterdam con el tiempo contado para llegar hasta la salida correspondiente y tomar un segundo vuelo de diez (¿o fueron once?) horas en linea recta cruzando el continente africano de norte a sur. 


Pero no iba sola en el avión. También allí se habían encontrado los integrantes de la organización con la que iba, llamada "Golden Future" en inglés. En su mayoría el grupo estaba compuesto de voluntarios universitarios y de egresados profesionales de diferentes universidades de Canadá que ya habían hecho el viaje varias veces. Eso me dio un poco de confianza aunque no conocía a casi nadie. Y debo resaltar que fueron muy amigables haciéndome sentir parte de su organización aunque sólo estuviera de pasada con ellos. 


Ya en la Ciudad del Cabo, y luego de unos días de descanso para conocernos y ambientarnos, nos organizamos para adentrarnos en el barrio de Kayelitsha, y fue allí donde tuve las impresiones más intensas. 


Khayelitsha. A mi ese nombre me suena exótico y hasta melódico, pero es el nombre de uno de los barrios pobres más extensos y de mayor crecimiento en Sudáfrica, remanente de los años de la segregación racial o "Apartheid"; la mayoría de sus habitantes de habla Xhosa. Y a diferencia de lo que significa su nombre: "casa nueva", la realidad dentro de ella es otra y la pobreza es extrema. Aun así, está llena de contrastes que nunca imaginé podían coexistir.


Ese primer día de trabajo fuimos a una escuela intermedia que a primera vista me pareció una escuela normal si descontaba el ambiente a su alrededor. Pero noté que había estudiantes uniformados esperando fuera de los portones. "No pueden entrar a la escuela porque llegaron tarde" fue la respuesta de la coordinadora. Pero en vez de irse a pasear por ahí los chicos se quedaban en los predios esperando quizás que la facultad cambiara de idea y los dejara entrar a tomar sus clases. Eso me llamó la atención; una actitud muy diferente a la que yo mista tenía en mis años escolares. 


Luego de varias horas nos trasladamos a otra escuela donde la necesidad de nuestra información era mayor. La escuela estaba en peores condiciones y la falta de personal docente era más que obvia, pero los estudiantes cambiaban de clase y se reunían en los respectivos salones, hubiese o no maestro asignado. Curiosos, le preguntamos a un grupo ya reunido para saber qué hacían ellos durante esa hora y la estudiante que había tomado control nos dijo que usaban ese tiempo para estudiar y hacer sus asignaciones.

Estos niños están interesados en su propia educación. Saben que estar en una escuela es un privilegio. Tienen el deseo de aprender.
Hasta ese momento nos sentíamos impotentes porque no entendíamos las reglas del juego. No se nos estaba haciendo fácil establecer contacto con ellos aparte de una que otra conversación en los pasillos.  El desinterés y la poca disponibilidad del personal docente nos impedía transmitir nuestro mensaje en un ambiente apropiado.  

El segundo día nos dividimos en dos grupos para añadir a la lista de escuelas impactadas por nuestra visita y me trasladaron a la escuela superior de Sizimisele. Allí, luego de varios intentos tratando de entender su sistema escolar logramos establecer un itinerario donde pudiéramos utilizar una sesión de clases para dar nuestras charlas. Entonces separábamos a los chicos y a las chicas y formábamos pequeños grupos para poder hablarles más efectivamente de los temas que traíamos. Yo seguía nerviosa, pero había estudiado el material que me tocaba lo mejor que pude en tan corto tiempo y me armé de valor. Yo hacía la introducción con un grupo de 6 a 10 niñas cada vez y rompía el hielo para que no se sintieran intimidadas por el tema. Algunas chicas sonreían tímidas, otras tenían preguntas, otras eran aún ingenuas, dependiendo de la edad. Pero una cosa seguía intacta: leyeron el material que le proveímos y prestaron atención a todo lo que les dijimos. Hicieron preguntas inteligentes y tan interesantes. 
Ellas están atrapadas en un ambiente hostil y una sociedad que las margina, pero tienen un hambre de conocimiento que no se sacia con facilidad. Quizás porque han ayunado tanto y por generaciones.

Siempre tuve el temor a cometer un error, o a no abarcar lo suficiente del tema, pero sus sonrisas y miradas atentas fueron mi indicación de que estaba haciendo algo bien y que ellas no apreciaban.


Sin tapar el sol con una mano admito que hay mucha criminalidad allí, hay muchísima desinformación y supersticiones que compiten en sus mentes. La gente que vive dentro de ese mundo tiene posibilidades casi imposibles de salir. Para ellos la vida es más difícil que para la mayoría, sin agua potable, facilidades sanitarias o electricidad. Pero también hay muchas cosas sencillas de la vida que tanto damos por sentado y que no me esperaba encontrar. Los niños ríen y juegan por las calles polvorientas, sonríen al que pasa y les dicen adiós con las manos en alto. La gente vive sus vidas, compran y venden, trabajan o simplemente miran a la gente pasar como en cualquier otra parte; casi siempre con una sonrisa. 


Aún con las dificultades y mis miedos la experiencia fue buena, muy humana, muy real, y definitivamente diferente a lo que la mayoría considera unas vacaciones. Claro que también fuimos a ver lugares hermosos de la ciudad y sus alrededores, disfrutamos de su comida y de su gente, y espero poder contarles de todas esas cosas... pero más que un destino lejano y exótico este viaje fue de aprendizaje para mí y siempre estaré agradecida por la oportunidad.

Lectura recomendada: The Origins of AIDS by Dr. Jacques Pepin
Página Web de Golden Future: http://goldenfuture.ca/
Foto: Junto a una de mis compañeras y algunas estudiantes de la escuela superior Sizimisele, en Khayelitsha, Ciudad del Cabo, 2012.

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