sábado, 29 de mayo de 2010

Tierra adentro


Mi papá siempre dice que entrar en una cueva es peligroso porque ¿y si pasa algo? Y cuando dice algo se refiere a un terremoto o derrumbamiento, y el peligro de quedar encerrados o aplastados dentro. En estos días que ocurrió el temblor en Puerto Rico me imagino que se reafirmó en su idea. A mí por el contrario me intriga ese mundo subterráneo tan desconocido y misterioso. Y tengo que decir que las pocas experiencias que he tenido han sido buenas.

Tendría yo como 11 años cuando entré en una cueva por primera vez. En esa época yo estaba en los Conquistadores, una especie de club como los niños y niñas escucha. Y cuando organizamos una excursión a la Cueva del Pirata Cofresí en Cabo Rojo, cerca de la playa de Buyé, yo estaba súper emocionada. Para mi sorpresa mi papá dijo que sí podíamos ir (sería por no desilusionarme) así que fuimos un grupo como de 50 personas, la mayoría niños. Y la emoción casi se me quita de tanto caminar entre cactus y matojos medio secos, pero al fin llegamos a la cueva. La cámara principal era espaciosa y había murciélagos colgando del techo, porque era de día y estaban durmiendo. Shhhhh, quédense todos calladitos no vaya a ser que los despierten. Y como entraba bastante luz desde la apertura no sentíamos miedo, pero según fuimos bajando nuestra confianza se convirtió en una mezcla de excitación y temor a los desconocido. En mi recuerdo de niña me veo caminando por un pasillo muy estrecho en el que íbamos todos de lado porque casi no cabíamos para pasar. Mi padre, que ya tenía reservas sobre la excursión, estuvo totalmente arrepentido de habernos llevado cuando vio que alguien encendió un fósforo y lo poco que duró la llama encendida. Yo por mi parte me quedé divertida con la experiencia de haber entrado en un mundo desconocido y salido de él victoriosa, conquistadora. Pero aunque se lo pedí mil veces mi padre no nos quiso llevar a ninguna otra cueva; porque yo a las que quería ir era a las cuevas de Camuy.

Años mas tarde, ya de jovencita me tocó la oportunidad de entrar en otra cueva, que si no me equivoco queda en Utuado. Y que me corrijan los que saben, pero yo la recuerdo como La ventana. Fue en uno de los retiros de verano que hacíamos en el campamento de Elías Burgos que me escapé con otro grupo de jóvenes para ir a la cueva. Esta fue mi segunda aventura y ¡que mucho me divertí! No solo porque pude ir, sino porque fui sin permiso. Y ya no recuerdo ni cuantos éramos en aquella mini van Volkswagen que nos llevó desde el campamento hasta el otro lado de la carretera y como desde allí nos cruzamos por un terreno cercado que nos condujo hasta la cueva. Esta tenía una entrada más pequeña y había que pasar una parte oscura, pero luego llegamos a un área abierta donde la vista del valle es espectacular. Aquello fue cosa de locos y gracias a Dios que nadie se acercó al borde de gravilla resbalosa que... mejor lo dejamos ahí. Pero a las cuevas de Camuy... ¿cuándo, cuándo, cuándo?

No fue hasta que vine con Altin de vacaciones a Puerto Rico que por fin las visité. Tenía que llevarlo a verlas, y mejor aún llevarme a mi que ya les tenía ganas desde hacía tiempo. Las expectativas eran otras pues ya no era una niña y los mundos fantasiosos y las aventuras clandestinas no eran mi prioridad, pero seguía intrigada. Yo sabía dentro de mi que ese viaje valía la pena. Y mientras bajábamos en el trencito hasta la apertura de las cueva recordé los túneles de lava que vi en Hawaii hace algunos años y pensé que sabía a lo que iba pero que ingenua yo, aún no había visto nada. Al entrar, fui niña de nuevo en un instante y a pesar de que han puesto algunas luces estratégicas y barandas para evitar las caídas y accidentes, me sentí como si fuese yo quien las descubrió ese día. El aire se siente húmedo y todo parece una foto en sepia, pero es mucho más grande que las que había visto antes y más hermosa. Hay estalagmitas y estalactitas como las describían los libros de ciencias de la escuela elemental y las sombras dibujan formas extrañas en las pareces y el techo. Vimos el río subterráneo que corre caudaloso y agresivo como si estuviera furioso por nuestra visita y luego un pequeño estanque de agua quieta que no se puede tocar. No, no, no. Nos dijo el guía, porque ahí hay microorganismos que hay que proteger, que no existen en ninguna otra parte del mundo, y que podríamos matar con el contacto de nuestras propias bacterias. La luz y las sombras, el agua fuerte y calma, el aire, la humedad... todo sobrepasó a mi imaginación y me hizo sentir que valió la pena esperar el gran espectáculo que encontré allí.

De sobra esta decir que Altin quedó fascinado con la experiencia, y ¡que orgullo sentí yo como anfitriona! Poder mostrar la belleza que guarda mi isla, hasta en sus entrañas. Después de tantos viajes y lugares que he visitado, y resulta que hay maravillas aquí en nuestro propio patio esperando nuestra visita. Por eso les cuento estas historias, porque los viajes no se hacen todos en la lejanía. Nuestra isla es pequeñita pero es muy grande a la vez.